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Tu voz en mi memoria

Aquella muerte tuya, Nacho, tan salvaje y cobarde, a manos de los militares salvadoreños, dejaba tu cuerpo tendido sobre la grama del jardín de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), junto a los cuerpos de tus compañeros y los de las dos colaboradoras del hogar, madre e hija.  Era una muerte individual y colectiva que componía un puzle macabro de cuerpos desparramados. De tu cráneo, horadado por una bala, salía aún un reguero de sangre reciente. Tu rostro quedaba oculto por tus brazos que mantenían su último vigor muscular. De ellos se expandía una ternura familiar inconsolable: llevabas puesto el mismo niqui azul que, días antes, te habíamos planchado en casa.

Aquella imagen recorrió inesperadamente el mundo, como un signo más de la barbarie humana.

Hoy, treinta años después, mi memoria ha ido disipando aquel horror y ahora en medio de la confusión de haber envejecido sólo me parece oír tu voz, serena y vital, convocándome a una imposible nueva existencia sin límites de tiempo ni espacio.

¿Cómo era tu voz, Nacho, en aquella infancia y adolescencia que compartimos los dos? Una fuerza física incontenible surgía de tus pulmones y se hacía vendaval en tu garganta, llenando todas las estancias de la casa. Tu voz no te cabía en tu cuerpo de niño. Era tronante y clara, con límpidas resonancias castellanas. Un día te arrancaste de pronto en la gran mesa camilla en la que comíamos los seis hermanos con nuestros padres y gritaste sin contemplaciones: “A esta niña hay que desmimosarla; nada de Nena, hay que llamarla por su nombre: Cristina”. Todos los hermanos coreamos tu grito con un cobarde abucheo, dirigido a nuestra hermana pequeña. Cristina no tuvo más remedio que refugiarse en el regazo de nuestra madre. “Vaya”, dijo entristecida la madre, “habéis conseguido hacerla llorar”. Pero desde aquella comida, Cristina dejó de ser la Nena, para convertirse en Cristina.

Si tu voz era impetuosa, también sabías embridarla con matices persuasivos. Por las noches de tu primera niñez, le hablabas a media voz a Lucero, el caballo de cartón más grande que encontraron los Reyes Magos un 6 de enero. Y le decías paciente y grave, “Vámonos a la cama, Lucero, que ya es tarde”.

Tu voz recogía también el eco de los vendedores callejeros. Llegaban los piñeros a la ciudad y detenían sus carros, colmados de redes con piñas, sobre el empedrado de la calle Simón Aranda, en el cercano costado sur de nuestra casa. “El piñeroo! gritaban al aire. Tú entonces, abrías las ventanas de la galería y repetías con sorna: “El piñeroo”.

En el jardín de los veranos, la voz del pregonero municipal de El Espinar, parecía detener de pronto el aire, para lanzar su pregón: “Anuncio, la persona que haya encontrado…” las palabras llegaban acortándose o alargándose. Tú esperabas a que terminara el pregón. Ponías tus manos como altavoz en torno a tu boca y repetías el anuncio municipal. En una ocasión, tu voz sorprendió al abuelo Fernando que paseaba por entre las acacias del jardín con pasitos cortos y rápidos. Se te quedó mirando y con cierto gracejo granadino se limitó a decirte: “Caramba, Nacho, ¡qué voz!”

Pero aquella voz tuya tan poderosa iniciaba de pronto un largo silencio cuando emprendías la aventura de leer Las travesuras de Guillermo, las novelas de Julio Verne o los tebeos del Guerrero del Antifaz. Nada era capaz de interrumpir tu silencio. Hasta tu cabeza parecía hacerse más grande de puro gozo. ¡Qué capacidad tenías para concentrarte!

Este mismo silencio inquebrantable podía adquirir tonos épicos cuando te quedabas dormido como un animal humano sobre el suelo, después de una dura batalla con nuestra madre, que te amenazaba con “abrirte en canal”, si no te lavabas. Tú soltabas una gran risotada. “Si será ladrón” remataba la madre, “encima se ríe”.

Al alcanzar tu primera juventud, decidiste hacerte mago, pero mago de verdad. Tu voz volvía entonces a su feliz silencio, mientras pasabas en soledad las horas ensayando trucos y adquiriendo un dominio malabar de la baraja. Entre tus manos, los naipes se abrían y cerraban como si fueran un acordeón. En unos meses empezaste a dar sesiones de magia en los cumpleaños de los hijos pequeños de los amigos de nuestros padres y en un año, lograste ser miembro de la SEI, la Sociedad española de ilusionismo. Tu voz poseía ya la complicidad de la ilusión infantil. Sonreías pleno de satisfacción al sacar de la oreja de uno de aquellos niños el naipe que andabais buscando, o como número final, salían de la chistera de nuestro padre cartas de la baraja, pañuelos de colores, serpentinas de papel.  No sé si alguna vez llegaste a sacar un conejo blanco …

Pero tus planes eran otros distintos a tu labor de mago ilusionista. Entraste en la Compañía de Jesús y te fuiste a El Salvador, país que se convertiría en tu verdadera casa. Tu voz nos llegaba en grabaciones, dulcificada por los sonidos del trópico. Cantabas y recitabas tus propios poemas y nos hablabas de tus quehaceres cotidianos.

Culminaste tus estudios de jesuita y en seguida fuiste profesor. Tu voz empezó a sonar con clara profundidad de pensamiento por las universidades europeas y americanas. Te doctoraste en psicología social por la Universidad de Chicago y comenzaste a escribir. Era tu misma voz de siempre ahora volcada en escritura viva acerca de los acuciantes problemas de los pueblos de la América Latina.

A la vez que escribías, dabas clase y atendías como vicerrector a los alumnos de la UCA. Y en los fines de semana, cogías tus bártulos y una guitarra y te ibas a Jayaque a compartir las vidas de los campesinos. Tu voz se hacía acción y se vertía cordialmente sobre aquellas personas que sólo contaban con su existencia.

Después de muchos años viniste unas cuantas veces a España, en viajes cortos, invitado a congresos de Psicología Social. Llegabas a casa y, como un niño grande, cogías en tus manos de mago a nuestros hijos pequeños y los lanzabas al aire riéndote con ellos mientras les llamabas cipotes o cachimbones.

La guerra te hizo definitivamente real. Desde la UCA salvadoreña, tu presencia y tu obra, – ¡tu voz! – se extendía por las universidades americanas y europeas. Dabas cursos en Boston, Chicago, Bogotá, La Habana o Madrid. Tu pensamiento se centraba en el desamparo de los niños de la guerra, tan lejanos y cercanos a aquellos otros niños felices de tus sesiones como ilusionista.

Creaste el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), el primer instituto universitario de opinión pública de El Salvador. Se multiplicaban los ámbitos de tu voz, como si te sintieras urgido por la premonición de que se estaba agotando tu tiempo.

En la que sería tu última estancia en Madrid, tu voz, sin perder su vitalidad, había adquirido una tonalidad aprensiva. Cualquier sonido te parecía una alarma. Nos hablabas de aquella guerra tan brutal e injusta. Te costaba conciliar el sueño. ¿Intuías ya la cercanía de tu muerte?

En la madrugada del 16 de noviembre de 1989, los militares salvadoreños rodearon vuestra casa, entraron violentamente en vuestros aposentos, os sacaron a culetazos al jardín y empezaron a dispararos a quemarropa. A ti te dio tiempo para erguir tu voz, la más sorprendente y acusadora, para espetarles a aquellos comandos militares: “Esto es una injusticia, ustedes son carroña”.  Tu voz se pudo oír en las viviendas vecinas. Entonces, el teniente que dirigía la matanza, te descerrajó varios tiros. Acto seguido, la oscuridad total, el último silencio acompañando a la ironía de saber que ese teniente que había acabado con tu vida había sido alumno tuyo en el Externado de San Salvador.

A raíz de tu muerte comenzó a expandirse tu obra. Interesaba tu visión de los problemas y la forma en que la acción se convertía en presupuesto esencial del pensamiento. Se crearon cátedras con tu nombre, se organizaron congresos en torno a tu persona.

El tiempo le fue quitando a tu voz adherencias ajenas y etiquetas apresuradas motivadas por intereses bastardos, o lo que es peor, por pura ignorancia.

Hoy día tu voz es una espléndida realidad en instituciones tan fundamentales como el Fondo Ignacio Martín Baró para los Derechos Humanos y la Salud Mental, creado en Boston, o la agrupación de jueces G 37 Guernica, que sigue luchando desde San Francisco y Madrid por que se haga justicia y aquellos militares asesinos, huidos o desaparecidos, comparezcan ante tribunales internacionales.

Cada 16 de noviembre, el pueblo de El Salvador alza tu voz y la de tus compañeros por las anchas avenidas de San Salvador, en unánime procesión con farolillos.

Mientras, querido Nacho, en el apartamiento de la vejez, mi memoria sigue buscando aquella voz tuya de nuestra infancia compartida. ¿Volvemos a ser niños en la soledad del mundo? ¿Está todo aún por descubrir? Tal vez en aquella voz tuya se halle el último misterio de estar vivo.

Y como en las noches de la infancia, sigo oyendo tu voz que, persuasiva y algo cansada, le dice a tu caballo de cartón mientras le llevas hasta la vera de tu cama: “Vámonos a dormir, Lucero, que se ha hecho ya muy tarde”. Esto me basta.